domingo, 28 de noviembre de 2010

HISTORIA DE EL EMPIRISMO INGLES

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Desde el final del siglo XVII hasta principios del siglo XVIII, el mundo de la ciencia experimentó una transformación total, gracias a las conquistas del período anterior. En Inglaterra, la victoria de la burguesía en la Guerra Civil y el posterior compromiso de una monarquía constitucional después de 1688, crearon unas condiciones relativamente más libres para el desarrollo de la investigación científica. Al mismo tiempo, el crecimiento del comercio y la manufactura crearon la necesidad de desarrollar una tecnología más avanzada y el capital necesario para pagarla. Fue un período sin precedentes de innovación y progreso científico.

Los pasos delante de la óptica hicieron posible la invención del microscopio. En Francia, Gassendi recuperó las teorías atómicas de Demócrito y Epicuro. En Alemania, Von Guericke inventó la bomba de aire. Robert Boyle consiguió grandes avances en química. Los descubrimientos de Copérnico, Brahe, Kepler, Galileo y Huygens prepararon el terreno para la revolución newtoniana en la astronomía, por otra parte necesaria porque la navegación exigía más seguridad. En esa época, la ciencia estaba dominada por el método mecanicista, es decir, había que interpretar los fenómenos naturales con relación a su forma, tamaño, posición, medidas y movimiento de corpúsculos, y había que explicar su comportamiento, exclusivamente, en cuanto a su contacto con otras partículas.

El principal exponente de la nueva ciencia fue Isaac Newton (1643-1727), que se convertiría en presidente de la Royal Society en 1703, y ejerció una influencia colosal no sólo en la ciencia, también en la filosofía y en la forma de pensar de todo el período en el que vivió y mucho tiempo después. El poeta Alexander Poppe resume en un poema la actitud aduladora que tenían los ingleses contemporáneos hacia Newton:

“La naturaleza y sus leyes estaban en la oscuridad: Dios dijo ‘que sea Newton’, y se hizo la luz”

isaac_newton_hd.jpgNewton nació en 1642 el día de Navidad, el mismo año en que murió Galileo y estalló la guerra civil entre Carlos I y el Parlamento. En 1867, publicó su famoso Principia Mathematica, donde incluía las leyes del movimiento: ley de la inercia, ley de la proporcionalidad de la fuerza y el movimiento, ley de la igualdad de acción y reacción, de las que se derivan los principios básicos de la filosofía clásica. También propuso y demostró su teoría de la gravitación universal. Esta teoría representa la ruptura definitiva con el viejo dibujo del mundo de Aristóteles y Tolomeo. En lugar de esferas celestes dirigidas por ángeles, Newton propuso un esquema del universo que funcionaba según las leyes de la mecánica, sin la necesidad de una interpretación divina, excepto, por el impulso inicial necesario para poner todo el conjunto en movimiento.

Newton era un producto típico de la escuela empírica inglesa y prefirió no hacer preguntas sobre el papel del Todopoderoso en su universo mecánico. Por su parte, el establishment religioso, personificado en el Obispo Sprat, tuvo que reconocer lo inevitable y propuso un compromiso con la ciencia, igual que el acuerdo entre el rey Guillermo y el Parlamento, el compromiso duró aproximadamente un siglo, hasta que llegaron los descubrimientos de Darwin. La necesidades del capitalismo garantizaron que se dejara en paz a la ciencia y que ésta pudiera continuar con su trabajo.

Igual que los grandes pensadores del Renacimiento, los científicos de la época de Newton en su mayoría eran hombres dotados de amplia visión científica. El propio Newton no fue sólo astrónomo, también fue matemático, óptico, mecánico e incluso químico. Su contemporáneo y amigo, Robert Hook, no solo fue el físico experimental más grande antes de Faraday, también fue químico, matemático, biólogo e inventor, compartió con Papin el honor de preparar el camino para la máquina de vapor.

La decadencia del empirismo

Mientras que el materialismo de Bacon reflejaba la esperanza, una mirada hacia delante del Renacimiento y la reforma, la filosofía de finales del siglo XVII y principios del XVIII se formó en un clima diferente. En Inglaterra, los ricos y poderosos quedaron conmocionados durante la guerra civil y sus “excesos”.

Después de quebrantar el poder de la monarquía absolutista, la burguesía ya no necesitaba los servicios de la pequeña burguesía revolucionaria y de las capas más bajas de la sociedad, las tropas de choque de Cromwell que habían comenzado a reivindicar sus propias demandas independientes, no sólo en el terreno de la religión, también con relación a la existencia de la propiedad privada.

El propio Cromwell aplastó a la izquierda, representada por levellers y diggers, pero los ricos comerciantes presbiterianos de Londres no se sintieron seguros hasta después de la muerte de Cromwell, ellos habían invitado al príncipe Carlos a que regresara de Francia. El compromiso con los Estuardo no duró mucho tiempo y la burguesía tuvo que echar del trono a Jaime, el sucesor de Carlos. Pero esta vez no hubo llamamiento a las masas, recurrieron a los servicios del protestante holandés Guillermo de Orange, éste tomó posesión del trono inglés con la condición de que aceptara el poder del parlamento. Este acuerdo es conocido como la “Revolución Gloriosa” (aunque no tuvo nada que ver con el nombre) y estableció de una vez por todas el poder de la burguesía en Inglaterra.

La época estuvo caracterizada por un rápido crecimiento del comercio y la industria, acompañado de gigantescos avances en la ciencia. Sin embargo, en el reino de la filosofía no se consiguieron grandes resultados. Estos períodos no son conducentes a amplias generalizaciones filosóficas. “Los nuevos tiempos”, escribía Plejánov, “van acompañados de nuevas aspiraciones y éstas provocan la aparición de nuevas filosofías”. La época revolucionaria heroica había pasado, la nueva clase dirigente ya no quería oír hablar de este tipo de cosas.

Incluso bautizó la auténtica revolución que había quebrantado el poder de sus enemigos, ahora se llamaba “la gran rebelión”. Los ricos se guiaban por estrechas consideraciones prácticas y miraban con recelo la teoría, a pesar de todo impulsaron la investigación científica que tuvo consecuencias prácticas, traducibles en libras, chelines y peniques. Este espíritu egoísta impregnó todo el pensamiento filosófico de la época, al menos en Inglaterra, animada sólo por las obras satíricas de Swift y Sheridan.

La nueva evolución del empirismo revelaba su carácter limitado que terminó llevando a la filosofía anglosajona a un cul-de-sac del que todavía no ha conseguido salir. Este aspecto negativo del “sensacionalismo” ya era evidente en los escritos de David Hume (1711-1776) y George Berkeley (1685- 1753). Este último fue obispo de Cloyne en Irlanda y vivió al final de un período tormentoso cuando Irlanda había entrado en el torbellino de la guerra civil de Inglaterra y los subsiguientes alzamientos religiosos y dinásticos que terminaron en la “revolución gloriosa” y la batalla de Boyne, la lucha entre un pretendiente inglés y otro holandés terminó con una traición a los intereses del pueblo irlandés.

berkeley11.jpgBerkeley reflejaba el ambiente dominante de conservadurismo filosófico, estaba obsesionado con la necesidad de luchar contra las que consideraba tendencias subversivas en la ciencia contemporánea y que representaban una amenaza para la religión. Era un pensador astuto, aunque no original, y pronto comprendió que era posible aprovechar el aspecto débil del materialismo de la época para transformarlo exactamente en su contrario. Esta tarea la realizó con bastante efectividad en su obra más importante, Tratado sobre los principios del conocimiento humano (1734).

Tomó como punto de partida las premisas filosóficas de Locke e intentó demostrar que el mundo material no existía. La teoría empirista del conocimiento de Locke empieza con una proposición evidente: “Interpreto el mundo a través de mis sentidos”. Además hay que añadir la también evidente proposición: el mundo existe independientemente de mis sentidos y las impresiones que me proporcionan mis sentidos proceden del mundo material externo a mi. Si no aceptamos esta proposición, entonces rápidamente entraremos en el grotesco terreno del misticismo e idealismo subjetivo.

Berkeley era consciente de que una posición materialista consistente terminaría derrotando a la religión. Recelaba profundamente de la nueva ciencia porque parecía no dejar lugar para el Creador. Newton se consideraba creyente, pero su concepción del universo como un vasto sistema de cuerpos en movimiento actuando de acuerdo con las leyes de la mecánica, disgustaba profundamente al obispo. ¿Dónde quedaba Dios? La realidad es que Newton asignó al Todopoderoso la tarea de dar el empujón inicial a partir del cual todo comenzó, pero después ¡parece que Dios no tenía mucho que hacer!

Locke, como Newton, nunca renunció a la religión, pero la simple declaración de la existencia de Dios (deísmo), mientras que no le dejaban ningún papel en los asuntos del hombre y la naturaleza, era sólo una hoja de parra que ocultaba convenientemente su incredulidad. “Al menos para el materialista, el teísmo no es sino el medio cómo e indolente de librarse de la religión”. (Marx y Engels. La sagrada familia. p. 147). Siguiendo los pasos de Newton, Locke se contentó con dar por sentado la existencia de una deidad que, después de dar un pequeño empujón al universo, se retiró a los márgenes del universo para el resto de la eternidad permitiendo al hombre de ciencia continuar con su obra. Era el equivalente filosófico de la monarquía constitucional establecida, mediante un compromiso, entre el parlamento y Guillermo III después de Revolución Gloriosa de 1688, que, a propósito, era el ideal político de Locke.

El disfraz deísta no engañó a Berkeley. Evidentemente había un punto débil. ¿Qué sucede si el universo no comenzó de esta forma? ¿Qué sucede si siempre había existido? Locke y Newton aceptaron que, siguiendo las leyes de la mecánica elemental, el universo debería haber comenzado con un impulso externo. Pero tampoco se podía rechazar la afirmación contraria, que el universo hubiera existido eternamente. Si este es el caso, la última posibilidad de que el Creador tuviera un papel en el universo, habría desaparecido completamente. Locke también suponía que además de la materia, el universo contenía sustancias “inmateriales”, mentes y almas. Pero como él mismo confesó, esta conclusión no procedía necesariamente de su sistema. El conocimiento debía ser sólo otra propiedad de la materia (como es en realidad), una propiedad de la materia organizada de una forma determinada. Aquí también se pueden ver como de sus premisas materialistas aparecen las concesiones de Locke a la religión, como si hubieran aparecido por casualidad.

La filosofía de Berkeley, y la de Hume, es la expresión de una reacción contra el período anterior, un período tormentoso y revolucionario, en su mente identificado con el materialismo, la raíz del ateísmo. Berkeley, conscientemente, se dispuso a erradicar el materialismo de una vez por todas y para ello estaba dispuesto a utilizar los medios más radicales, por ejemplo, negando la existencia de la propia materia. Empezó con la afirmación incuestionable, “interpreto el mundo a través de mis sentidos”, a partir de aquí, llega a la conclusión de que el mundo sólo existe cuando lo percibo, esse est percipi, (Ser es ser percibido).

“Si digo que la mesa en la que estoy escribiendo existe, eso significa que yo la veo y la siento; y si yo estuviera fuera de mi estudio podría afirmar su existencia en el sentido de que si estuviera en mi estudio la podría percibir o que cualquier otro espíritu la está percibiendo en este momento.

¿Qué son los objetos arriba mencionados sino cosas que percibimos a través de los sentidos? ¿Y qué percibimos además de nuestras propias ideas o sensaciones? Y, francamente, no resulta repugnante que cualquiera de estas cosas o combinación de ellas, existan sin ser percibidas?” (Berkeley. Tratado sobre los principios del conocimiento humano. pp. 66- 67. En la edición inglesa).

Aquí es donde el empirismo, materialismo inconsistente, nos consigue llevar a su lógica o más bien, a sus conclusiones ilógicas. El mundo no puede existir si no lo observo. Esto es lo que quiere decir exactamente Berkeley. En realidad considera extraño a todo aquel que opine de otra forma. “Resulta extraño que la opinión dominante entre los hombres sea que las casas, las montañas, los ríos y en una palabra todos los objetos sensibles, tengan una existencia natural o real distinta del ser que percibe el entendimiento”. (Ibíd. p. 66). La duda surge en que convierte al mundo en real por el simple hecho de percibirlo. Berkeley responde: “El perceptor o ser activo es lo que llamo MENTE, ESPIRITU, ALMA o YO MISMO”. (Ibíd. p. 65).

Todo es claro y diáfano. Estamos ante la doctrina del idealismo subjetivo, sin tener que recurrir a “si” o “pero”. Los filósofos modernos de las diferentes escuelas del positivismo lógico siguen la misma línea, aunque carecen del estilo y honestidad de Berkeley. La consecuencia de este método de pensamiento es un misticismo extremo y la irracionalidad. En última instancia, defiende la noción de que sólo yo existo y el mundo sólo existe en la medida que yo estoy para observarlo. Si salgo de la habitación entonces ésta deja de existir. ¿Cómo trató Berkeley este inconveniente? Fácilmente. Habría objetos que mi mente no percibe, pero sí son percibidos por la “mente cósmica” de Dios y por lo tanto existen. De esta forma, el Todopoderoso, hasta entonces reducido a una existencia precaria en los márgenes de un universo mecánico, ahora regresaba a un mundo completamente libre de materia. Así, Berkeley creía haber conseguido “un triunfo fácil y total sobre todas las miserables sectas de ateístas”.

En términos puramente filosóficos, la filosofía de Berkeley está abierta a muchas objeciones. En primer lugar, su crítica principal de Locke era que duplicaba el mundo, es decir, suponía que detrás de las percepciones sensoriales que, de acuerdo con el empirismo, son las únicas cosas que podemos conocer, existía un mundo externo de cosas materiales. Para acabar con esta dualidad, Berkeley sencillamente negó la existencia del mundo objetivo. Pero esta negación en absoluto resuelve el problema. Nosotros, percibimos algo a parte de nuestras percepciones sensoriales. La única diferencia es que este “algo” no es el mundo real y material, para Berkeley es el mundo inmaterial de los espíritus creado por la “mente cósmica” de Dios. En otras palabras, tomando nuestras percepciones sensoriales como algo independiente, separadas y aparte del mundo material objetivo que existe fuera de nosotros, rápidamente entramos en el reino del espiritualismo, la peor clase de misticismo.

Los argumentos de Berkeley sólo tienen cierto grado de consistencia si aceptamos su premisa inicial, sólo podemos conocer las impresiones sensoriales pero nunca el mundo real que existe fuera de nosotros. Esta idea la plantea de una forma dogmática al principio y lo demás, deriva de esta primera proposición. En otras palabras, presupone que debemos demostrar que nuestras sensaciones e ideas no son el reflejo del mundo externo a nosotros. Las sensaciones y las ideas no son una propiedad de la materia pensante, de un cerebro y sistema nervioso humanos, que se pueden investigar y comprender científicamente, en su lugar, son cosas misteriosas pertenecientes al mundo de los espíritus y emanan de la mente de Dios. No nos sirven para conectar con el mundo, en realidad son una barrera impenetrable, más allá de ella no podemos conocer con certeza nada.

Berkeley llevó los argumentos del empirismo al limite y consiguió convertirlos en su contrario. Engels señala que Bacon en su historia natural incluso describe formas para convertir las cosas en oro. “De la misma manera, en su vejez Isaac Newton se afanó por exponer la Revelación de San Juan. De manera que no debe sorprender que en los últimos años el empirismo inglés en la persona de algunos de sus representantes ―y no los peores―, parezca haber caído víctima, sin remedio, de la invocación y visión de espíritus, importadas de Norteamérica”. (Engels. La dialéctica de la naturaleza. p. 49).

Como podremos ver la propensión al pensamiento místico no ha desaparecido, sino más bien parece aumentar en proporción geométrica a los avances de la ciencia. Este es el a pagar por la actitud arrogante de los científicos que imaginan, equivocadamente, que pueden trabajar actuar sin principios filosóficos. Expulsada por la puerta principal, la filosofía, inmediatamente, vuelve a entrar por ventana e invariablemente vuelve con su forma más mística y retrógrada.

En última instancia, todas las ideas proceden de este mundo material objetivo, que según Berkeley no existe, y al final, su validez o no, viene determinada por la práctica, a través de la experimentación, de múltiples observaciones y sobre todo, de la actividad práctica del ser humano en la sociedad. Berkeley vivió en una época en que la ciencia consiguió, con gran éxito, liberarse del abrazo mortal de la religión y por lo tanto, pudo dar grandes pasos adelante. ¿Cómo se adaptaron las ideas de Berkeley a la situación? ¿Cómo explican las ideas de Berkeley el mundo material? ¿Qué relación guardan con los descubrimientos de Galileo, Newton y Boyle? Por ejemplo, según Berkeley, la teoría corpuscular de la materia es incorrecta.

Berkeley rechazó la teoría gravitatoria de Newton porque ésta intentaba explicar las cosas mediante “causas corpóreas”. Aunque el sol y la luna, seres materiales, tienen masa, la única fuerza gravitatoria que pueden ejercer está sólo en mi imaginación. También desaprobó el descubrimiento matemático más importante, el cálculo diferencial e integral, si él habrían sido imposibles los logros conseguidos por la ciencia moderna. Pero no importa, porque el concepto de divisibilidad infinita del “espacio real” va en contra de los postulados básicos de su filosofía, y por eso se opuso a ella. Después de oponerse a los principales descubrimientos científicos de su época, Berkeley terminó sus días ensalzando las propiedades del agua de brea como un elixir para curar todas las enfermedades. Uno se podría justificar pensando esta filosofía excéntrica se desvanecería sin dejar rastro. Pero las ideas del obispo Berkeley continuaron ejerciendo una extraña fascinación sobre los filósofos burgueses, incluso hoy en día, son el origen y la base de la teoría del conocimiento (“epistemología”) del positivismo lógico y la filosofía lingüística.

Lenin trató este tema brillantemente en su libro Materialismo y empirocriticismo, al que volveremos más tarde. Por increíble que parezca, esta filosofía profundamente irracional y anticientífica, ha impregnado el pensamiento de muchos científicos, por medio del positivismo lógico y con diferentes apariencias. En la época de Berkeley sus ideas no encontraron mucho eco. Hubo que esperar a un clima intelectual como el actual, contradictorio y donde los avances más impresionantes del pensamiento humano conviven con los retrocesos culturales más primitivos.

Como señala G. J. Warnock en su introducción a Los principios del conocimiento humano, la filosofía de Berkeley “hoy en día, ha conseguido, en general, más apoyo que antes (...) Hoy algunos físicos, se inclinan por mantener lo que él defendió, y defienden que en la teoría física no tiene importancia la verdad basada en los hechos, lo que importa es la conveniencia predecible y matemática”. (G. J. Warnock. Introducción a Los principios del conocimiento humano, p. 25. En la edición inglesa). El filósofo y científico idealista,

Eddington dijo que “tenemos derecho a creer que hay, por ejemplo, colores vistos por otras personas, pero no por nosotros, dolores de muelas sentidos por otras personas, placeres gozados y penas soportadas por otras personas, y así sucesivamente, pero que no tenemos derecho a inferir acontecimientos no experimentados por nadie y que no forman parte de ninguna mente”. (Russell. Op. cit. p. 274). Los positivistas lógicos como A. J. Ayer, aceptan la idea de que sólo podemos conocer los “contenidos sensoriales” y por lo tanto, cuestiones como la existencia del mundo material “carecen de sentido” y así sucesivamente. ¡El viejo Berkeley se debe estar riendo en su tumba!

El valor de cualquier teoría o hipótesis, en última instancia, viene determinado por su capacidad de ser aplicada con éxito en la realidad, si es capaz de incrementar nuestros conocimientos del mundo y el control sobre nuestras vidas. Una hipótesis que no reúna ninguna de estas características no vale para nada, es producto de la especulación frívola, igual que las discusiones que tenían los escolásticos medievales sobre cuantos ángeles podían bailar sobre la cabeza de un alfiler. En las universidades se ha malgastado una cantidad de tiempo colosal en debates interminables sobre esta clase de cosas. Incluso Bertrand Russell admite que una teoría como la de Berkeley, “nos prohibiría hablar de nada que no hubiéramos advertido de modo explícito. Si es así, es este un criterio que nadie puede sostener en la práctica, lo cual es un defecto en una teoría defendida basándose en motivos prácticos”. (Ibíd. p. 275).

Aunque en la próxima frase se siente obligado a añadir que “toda la cuestión de la comprobación y su relación con el conocimiento, es difícil y compleja; por lo tanto, la dejaré a un lado por ahora”. (Ibíd.). Estas cuestiones son sólo “complejas y difíciles” para alguien que acepte la premisa de que sólo podemos disponer de datos sensoriales, separados y apartados del mundo material.

Como este es el punto de partida para un gran número de filósofos modernos, no importa las vueltas que den, porque no pueden salir de la trampa creada por el obispo Berkeley.

El final del camino

La filosofía del empirismo inició su vida con grandes expectativas y al final llegó a un punto muerto con Dave Hume (1711-76). Hume fue un tory que siguió fielmente la senda de Berkeley aunque con algo más de cautela. Su trabajo más famoso es El tratado de la naturaleza humana, publicado en 1739 en Francia donde fue un fracaso. Para Hume la realidad es sólo una serie de impresiones, el porqué es desconocido y no se puede conocer. Se ocupó de la existencia o no existencia del mundo que para él era un problema indescifrable, fue uno de los primeros filósofos en traducir su ignorancia al griego y llamarla agnosticismo. En esencia esta filosofía representa el regreso a las ideas de los escépticos griegos quienes defendían que el mundo es incognoscible.

Su principal objetivo se puede encontrar en la sección de su obra titulada Del conocimiento y la probabilidad. Tampoco en esto fue original, simplemente desarrolló una idea ya presente en Berkeley, la no existencia de la causalidad.

Argumentando contra los descubrimientos de la recién desarrollada ciencia de la mecánica, intentó demostrar que la causalidad mecánica no existía, que no se puede decir que un hecho concreto sea la causa de otro, porque sólo se trata de un encadenamiento de sucesos. Por ejemplo, si hervimos agua a cien grados centígrados, no podemos decir que el agua hierve a causa de haber alcanzado esta temperatura, en su lugar debemos decir que el agua hirvió después de calentarla. O si un hombre es atropellado por un camión, tampoco podemos afirmar que su muerte esté provocada por esta acción, lo correcto es decir que sólo sucedió en el mismo momento.

¿No resulta increíble? Pero es el resultado inevitable de la aplicación estricta de esta clase de empirismo que nos exige atenernos a “los hechos y nada más que los hechos”. Lo único que debemos decir es que un suceso sigue a otro.
No tenemos derecho a afirmar que una cosa es la causa de otra, porque sería ir más allá de lo que registran nuestros ojos y oídos en un momento determinado. Todo esto nos trae a la mente el consejo del viejo Heráclito: “Los ojos y los oídos son malos testigos para los hombres que tienen almas incapaces de comprender su lenguaje”.

Una vez más resulta asombroso observar que a pesar de las maravillosas ideas filosóficas desarrolladas durante los dos últimos siglos, los filósofos y científicos modernos hayan elegido como punto de partida e inspiración precisamente los escritos de Hume. Se ha aprovechado de una forma entusiasta su negación de la causalidad y ha servido de apoyo ideológico para que científicos como Heisenberg y otros llegaran a conclusiones filosóficas incorrectas en mecánica cuántica. De esto hablaremos más tarde. En esencia, Hume afirma que cuando decimos que “A” causa “B”, sólo queremos decir que estos dos hechos ya se han presentado unidos en muchas ocasiones en el pasado y por lo tanto creemos que se volverá a repetir en el futuro. Esta afirmación no es una certeza sino una creencia. No es una necesidad sino un probabilidad. Así que “la necesidad es algo que existe en la mente, pero no en los objetos”.

Ante todo, negar la causalidad conduce a la negación en general del pensamiento científico y racional. Toda la base y “razón de ser” de la ciencia es el intento de dar una explicación racional a lo fenómenos observados en la naturaleza. A partir de la observación de una gran número de hechos extraemos conclusiones generales, que si son lo suficientemente examinadas y demuestran tener una aplicación amplia, entonces adquieren la condición de leyes científicas. Por supuesto estas leyes reflejan en que situación se encuentra nuestro conocimiento en una etapa determinada del desarrollo humano, y por consiguiente, posteriormente son sobrepasadas por otras teorías e hipótesis que explican mejor de los fenómenos. En este proceso poco a poco llegamos a adquirir una comprensión más profunda, tanto de la naturaleza como de nosotros mismos. Este proceso es tan ilimitado como la propia naturaleza. Por eso la búsqueda de la verdad absoluta que capaz de explicar todo o por utilizar una expresión de moda, una Gran Teoría Universal (GTU), es tan útil como la búsqueda de la piedra filosofal.

Que una generalización concreta en un momento dado pueda ser falsificada, no nos autoriza a prescindir totalmente de las generalizaciones. Ni eso significa la renuncia a la búsqueda de la verdad objetiva o el refugio en actitudes escépticas, como las de Hume, que debido a su total y completa irrelevancia para nuestra práctica actual, sea en la ciencia como en nuestra vida cotidiana, sólo es una postura pretenciosa como la de aquellos que niegan la existencia del mundo material pero se olvidan abstenerse de beber y comer, y que mientras sostienen con firmeza la no existencia de la causalidad, tienen bastante cuidado en evitar los inoportunos encuentros físicos con los camiones.

Todas las leyes naturales se basan en la causalidad. Las mareas oceánicas están provocadas por la influencia gravitatoria del sol y la luna. La división del átomo es el origen de la explosión nuclear, la privación de comida y bebida durante un mucho tiempo provoca la muerte por inanición. La existencia de la causalidad es tan cierta como todo lo que existe en este pecaminoso mundo material nuestro. Pero para los discípulos de Hume no estaba tan claro. Al aceptar esta línea de argumentación, todo predicción futura se vuelve irracional porque siempre existe la posibilidad de que las cosas se presenten de una forma diferente. Bertrand Russel explica: “Quiero decir que, tomando incluso nuestras esperanzas más firmes, tales como la de que el sol saldrá mañana, no hay ni una pizca de razón para suponer que es más verosímil que se produzcan, que no”. (Op. cit. p. 285). Más adelante dice: “Por ejemplo: cundo (para repetir un ejemplo anterior) veo una manzana, la experiencia pasada me hace esperar que sabrá como una manzana y no como carne asada. Pero no hay ninguna justificación racional para esta esperanza”. (Ibíd. p. 287).

De acuerdo con Hume no podemos conocer nada y por lo tanto concluye: “todos nuestros razonamientos relacionados con las causas y efectos sólo puede proceder de la costumbre; y la fe es más un acto propio de lo sensitivo que de la parte cognitiva de nuestra naturaleza” (Hume, Book 1, part. 3, sect. 4. En la edición inglesa). En otras palabras, se abandona el conocimiento en favor de la fe.

Habría que tener en cuenta que la intención declarada de todo esto es eliminar la metafísica del pensamiento, que de esta forma se limitaría a una enumeración desnuda y científica de los “hechos”. Algún ingenuo definió en una ocasión la metafísica como “un hombre ciego en una habitación oscura buscando un sombrero negro que no está allí”. Esta frase describe acertadamente la dubitativa metafísica de aquellos que al negar la causalidad abren la puerta a la irracionalidad. Con Hume la filosofía empírica completa el círculo. Como observa correctamente Russell:

“El único resultado de la investigación de Hume de lo que pasa por conocimiento, no es el que debemos suponer que hubiera deseado. El subtítulo de su libro es: ‘Un intento de introducir el método experimental de razonamiento en las cuestiones morales’. Es evidente que empezó con una creencia de que el método científico produce la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad; terminó, sin embargo, con la convicción de que la creencia no es nunca racional, puesto que no sabemos nada. Después de exponer los argumentos para el escepticismo (lib. I, parte IV, sec. 1), continúa, no refutando los argumentos, sino recurriendo a la credibilidad natural”. (Ibíd. p. 288)

Se puede tener la tentación de preguntar cuál es el valor práctico de esta filosofía. Es evidente que la respuesta no puede venir de Hume, que comenta la mayor frivolidad y con cierto matiz de cinismo: “’Esta duda escéptica, con respecto a la razón y a los sentidos, es una enfermedad que nunca puede curarse radicalmente, sino que ha de recaer sobre nosotros en cada momento, por más que la expulsemos y parezca a veces que estamos enteramente libre de ella... La despreocupación y la distracción es lo único que puede proporcionarnos algún remedio. Por esta razón, me confío completamente a ellas; y doy por sentado, cualquiera que sea la opinión del lector en este momento, que de aquí a una hora estará persuadido de que existen el mundo exterior y el interior’”. (Ibíd. p. 289). Esta no es una verdadera filosofía, es sólo metafísica muerta. No nos dice nada sobre el mundo y no conduce a ninguna parte. Como lo que se puede esperar del hombre que piensa que no existe razón para el estudio de la filosofía excepto como una forma de pasar el tiempo. En realidad, evidentemente no existe razón alguna para estudiar la filosofía de Hume, excepto como una forma estúpida de pasar el tiempo.

Algo en lo que podemos estar de acuerdo con Bertrand Russell, es que la filosofía de Hume representa “la bancarrota de la racionalidad del siglo XVIII”. Las ideas de Hume, como las de Berkeley, representan un giro hacia el idealismo subjetivo. Es el empirismo al revés. Del punto de partida que todo se aprende a través de la experiencia, ahora llegamos a la conclusión de que nada se puede aprender a través de la experiencia y la observación. Es la antítesis del espíritu científico progresista con el que se inició el período. De estas ideas no se puede obtener nada positivo. Por lo tanto, dejemos a aquellos que no pueden estar seguros de que el sol saldrá mañana en la oscuridad en la que se encuentran, donde puedan encontrar algún consuelo a sus dificultades y a la espera del día en que coman una manzana con sabor a carne asada.

El nacimiento del materialismo francés

Desde ese momento quedó bloqueado el camino para un nuevo avance de la filosofía en Gran Bretaña, aunque con la Ilustración francesa consiguió dar un impulso poderoso. La diferencia entre el empirismo inglés y el materialismo francés algunas veces se atribuye a la diferencia del temperamento nacional. Por ejemplo:

“Llevar el empirismo de Locke hasta su últimas consecuencias, hasta el sensualismo y el materialismo, fue la tarea que asumieron los franceses. Aunque el punto de partida son los principios ingleses, entre éstos el empirismo no podía alcanzar la forma extrema que adquirió entre los franceses que implicaba la destrucción total de todas las bases de la vida religiosa y moral. Esta última consecuencia no resultaba agradable para el carácter nacional de los ingleses”. (Schwegler, op. Cit. P. 184).

La existencia de diferentes temperamentos nacionales y tradiciones sin duda juega un papel importante, como Marx y Engels señalaron en La Sagrada Familia: “La diferencia entre el materialismo francés y el materialismo inglés es la diferencia que existe entre ambas nacionalidades. Los franceses dan al materialismo inglés el espirit, la carne y los huesos, la elocuencia. Le dotan del temperamento que le faltaba y de la gracia. Lo civilizan”. (Op. cit. p. 147).

Sin embargo, para explicar los grandes movimientos históricos no basta sólo con apelar a las características nacionales. El carácter del inglés y el francés también eran diferentes cien años antes, sin la existencia de Hume o Voltaire, ambos fueron producto de su propio tiempo o, para ser más exactos, producto de una concatenación de circunstancias sociales, económicas y culturales concretas. La filosofía de Berkeley y Hume emerge en un período en el que la burguesía ya había triunfado e intentaba poner freno a la revolución.

Concordet, Diderot y Voltaire pertenecen a un período completamente diferente, un período de fermento social e intelectual que llevó a la revolución de 1789-93. En cierto sentido la lucha de los “filósofos” contra la religión y la ortodoxia sirvió de preparación para la toma de la Bastilla. Antes de derrocar el antiguo orden era necesario, en primer lugar, desterrarlo de las mentes de hombres y mujeres.

En su excelente ensayo sobre Holbach y Helvitius, Plejánov dice lo siguiente sobre la filosofía francesa del siglo XVIII:
“La filosofía materialista del siglo XVIII era una filosofía revolucionaria. Era sencillamente la expresión ideológica de la lucha de la burguesía revolucionaria contra el clero, la nobleza y la monarquía absolutista. En su lucha contra un sistema obsoleto, la burguesía no podía respetar una visión del mundo que era inherente al pasado y santificaba ese despreciable sistema. ‘A tiempos diferentes, circunstancias diferentes y una filosofía diferente’, señala Diderot brillantemente en su artículo sobre Hobbes en la Enciclopedia”. (Pléjanov. Selected Philosophical Works. Vol 2. p. 45. En la edición inglesa).

Las ideas de Locke tuvieron gran impacto sobre Abbe de Condillac (1715- 80). Condillac aceptaba, como Locke, que el conocimiento proviene de los sentidos, pero fue más allá al decir que todos los procesos mentales, incluida la voluntad, sólo son sensaciones modificadas. Realmente, nunca negó la existencia de Dios pero sólo defendía la existencia de la materia. Una conclusión extraordinaria por parte de alguien que era cura. Otro discípulo de Locke fue Claude Adrien Helvetius (1715-71), de quien Marx dijo que con él “el materialismo adquirió un carácter verdaderamente francés”. Helvetius fue tan sincero que incluso desconcertó a sus seguidores materialistas y fueron incapaces de seguirlo en todas sus audaces conclusiones.

Baron Holbach (1723-89), aunque alemán, pasó la mayor parte de su vida en Francia donde jugó un papel importante en el movimiento materialista. Al igual que Helvetius sufrió la persecución de la Iglesia y su libro Le Systeme de la Nature fue quemado en público por orden del parlamento del París. Un materialista decidido, Holbach atacó la religión y el idealismo, especialmente las ideas de Berkeley. Locke ya creía posible que la materia pudiera tener la facultad de pensar y Holbach estaba de acuerdo, pero a diferencia de Locke estaba dispuesto para extraer todas las conclusiones y lanzó por la venta a la religión y la Iglesia.

“Si consultamos la experiencia, veremos que son ilusiones y opiniones religiosas que buscan la verdadera fuente de la hueste de demonios que la humanidad ve en todas partes, la ignorancia de las causas naturales ha llevado a la creación de dioses; el engaño ha convertido a los últimos en algo terrible; el concepto de amargura de ellos ha perseguido al hombre sin hacerle algo mejor, le ha hecho estremecerse en vano, ha llenado su mente de quimeras, le ha opuesto al progreso de la razón e impedido la búsqueda de la felicidad. Estos temores le han convertido en esclavo de aquellos que le han engañado con el pretexto de cuidar a sus dioses o cerrar sus grilletes, le presionaba esa estupidez, la renuncia a la razón, el letargo espiritual y la degradación del alma eran los mejores medios de conseguir la felicidad eterna”. (Citado por Plejanov. Op. cit. p. 72).

La Mettrie (1709-51) fue aún más allá al reconocer que todas las formas de vida, vegetales y animales (incluido el hombre), consistían en materia organizada de diferentes maneras. Sus principales trabajos fueron el famoso L’Homme Machine (El hombre máquina) y Le systeme d’Epicure (El sistema de Epicuro). La Mettrie fue en parte seguidor de Descartes, quien dijo que los animales eran máquinas en la medida que no podían pensar. La Mettrie aplicó esto literalmente y dijo que el hombre también debía ser una máquina porque no existía una diferencia cualitativa entre el hombre y los animales. Esta idea es un reflejo de la influencia que la mecánica tenía en el pensamiento científico de la época.

La intención de La Mettrie era combatir la idea de que el hombre era una creación especial de Dios, como algo completamente al margen de la naturaleza debido al privilegio especial que suponía tener un alma inmortal. Esta idea ya fue planteada por el materialista y científico inglés Joseph Prietsley hoy en día recordado principalmente por ser el descubridor del oxígeno.

“El poder de corte en una navaja depende de cierta cohesión de sus partes constituyentes. Supongamos que esta navaja se disuelve completamente en un líquido ácido, entonces perderá su capacidad de corte o dejará de existir, sin embargo, en el proceso no se ha eliminado ninguna partícula constituyente de la navaja y se puede recuperar su antigua forma, su capacidad de corte, etc., si se precipita el metal. De esta forma cuando el cuerpo se disuelve a causa de la putrefacción, cesa completamente su poder pensante”. (Citado por Plejanov. Op. cit. p. 82. Nota al pie de página. En la edición inglesa).

La Mettrie consideraba el pensamiento una de las propiedades de la materia:

“Creo que el pensamiento es tan compatible con la materia organizada que parece ser una propiedad de esta última, igual que la electricidad, la facultad de movimiento, la impenetrabilidad, la extensión, etc.,”. (Ibíd. p. 333)

A partir del materialismo radical y el racionalismo de la Ilustración, era fácil extraer conclusiones revolucionarias y esto es lo que hizo Voltaire (1694-1778), aunque realmente no era un filósofo, jugó un papel prominente en este movimiento, como escritor, historiador y propagandista. Fue arrestado en dos ocasiones por sus sátiras políticas y pasó la mayor parte de su vida fuera de Francia. La contribución más grande Voltaire fue su colaboración con Diderot en la gran Enciclopedia (1751-80), una ambiciosa empresa que resumía todo el conocimiento científico de la época. Rousseau, Voltaire, Holbach, Helvetius y otros filósofos materialistas y progresistas, se unieron para elaborar un trabajo militante dirigido contra la base del orden social existente, contra su filosofía y moralidad.

Si se comparan con los escritos de los materialistas franceses, las opiniones filosóficas de Jean Jacques Rousseau representan un paso atrás. Sin embargo, en el terreno de la crítica social elaboró varias obras maestras, Engels alaba especialmente su obra: Los orígenes de la desigualdad entre los hombres.

Rousseau no es realmente un filósofo en el sentido estricto de la palabra y por lo tanto, no trataremos aquí sus ideas. En general, estos escritores prepararon el terreno para la revolución burguesa de 1789-93. Sus denuncias feroces iban dirigidas contra los males del feudalismo y la Iglesia. El ideal para la mayoría de estos pensadores era la monarquía constitucional. Sin embargo, más tarde el pueblo empezó a sacar conclusiones comunistas y socialistas de sus escritos.

“Cuando se estudia las teorías del materialismo sobre la bondad natural y la igual inteligencia de los hombres, sobre la omnipotencia de la educación, de la experiencia, de la costumbre, sobre la influencia de las circunstancias exteriores en los hombres, sobre la alta importancia de la industria, sobre la justicia del placer, etc., no hace falta una sagacidad extraordinaria para descubrir lo que las une necesariamente al comunismo y al socialismo. Si el hombre obtiene del mundo sensible y de la experiencia sobre el mundo sensible todo conocimiento, sensación, etc., conviene entonces organizar el mundo empírico de tal manera que el hombre se asimile cuanto encuentre en él de verdaderamente humano, que él mismo se conozca como hombre. Si el interés bien entendido es el principio de toda moral, conviene que el interés particular del hombre se confunda con el interés humano. Si el hombre no es libre en el sentido materialista de la palabra, esto es, si es libre no por la fuerza negativa de evitar esto o aquello, sino por la fuerza positiva de hacer valer su verdadera individualidad, no conviene castigar los crímenes en el individuo, sino destruir los focos antisociales donde nacen los crímenes y dar a cada cual es espacio social necesario para el desenvolvimiento esencial de su vida. Si el hombre es formado por las circunstancias, se deben formar humanamente las circunstancias. Si el hombre es sociable por naturaleza, es en la sociedad donde desarrolla su verdadera naturaleza, y la fuerza de su naturaleza debe medirse por la fuerza de la sociedad y no por la fuerza del individuo particular”. (Marx y Engels. Op. cit. p. 149).


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